23 enero 2012

Mi gran casamiento aymara

Nota del Redactor: los aymaras o kollas son la segunda comunidad indígena en importancia en el Estado Plurinacional de Bolivia detrás de los quechuas. Descienden de los tiwanakotas (Tiwanaku es una comunidad pre-incaica ubicada al oeste de lo que actualmente es La Paz) y fueron conquistados por los incas, los quechuas, antes de la llegada de los españoles. Son una comunidad dura, guerrera, que ha sufrido mucho la colonización. Evo Morales es aymara.



“Mañana se casa mi hermana. Estás invitado, Damián”. Ni bien Ovidio me dijo esto el sábado, imaginé que iba a vivir una experiencia única. Y así fue.

El domingo me levanté pensando en el casamiento. No sabía si era al mediodía o a la noche, por lo cual estuve atento a cualquier señal de Ovidio. Pasado el mediodía y ya almorzado, escuché el motor del auto y bajé rápidamente temiendo que se hubieran olvidado de mí. Efectivamente, Ovidio salía con Rosa y sus cuatro hijas, pero al casamiento en la iglesia. Luego sería el festejo. Acordamos que más tarde pasarían por mí. Mientras tanto, podía utilizar la ducha de Ovidio. A dos semanas de mi última ducha caliente y a una de mi última ducha fría, ese baño significó la gloria.

A las 15.30 estaba listo como habíamos acordado. Ovidio se demoró un poco más y tras llegar me dijo que saldríamos cerca de las 17.00. Maté el tiempo leyendo “Los usos de Gramsci” del gran Juan Carlos Portantiero (me costó $AR 100, usado, por Mercado Libre, pero cada página del libro lo vale) y llegó el momento de partir. En el trayecto al lugar, Ovidio me comentó que su hermana era adventista, lo cual significaba cierta complicación por la presencia del alcohol: habían hecho un acuerdo entre las familias por lo cual hasta cierta hora no habría cerveza.

Llegamos cuando los novios ya habían entrado: el auto chajado (bendecido) con flores y cositas para hacer ruido atadas en el caño de escape nos demostraban eso. En el salón debía haber cerca de unas 300 personas y, por supuesto, me sentí bien gringo al entrar. Vergonzoso, me quedé cerca de Ovidio y Rosa temiendo que alguien me increpara de no pertenecer a la fiesta. Los novios saludaban mesa por mesa, cubiertos del papel picado que cada uno de los invitados ponía en sus cabezas (los niños eran los más entusiastas). Tras unos cuantos minutos de espera, Ovidio interceptó a su hermana y cuñado, los saludó y me presentó.

En mi fin de semana en Sorata, tuvimos la oportunidad de ver un festejo con Francisco y la costumbre aymara es la siguiente. Cuando llega un invitado con su familia, se anuncia tirando un cohete tipo ametralladora (sería como tocar el timbre); los novios y sus padres se acercan para el saludo parándose en una fila; en hilera los invitados saludan a los novios tirándoles papel picado en la cabeza; a continuación el mozo acerca dos o tres copa con diferentes bebidas alcohólicas que los invitados deben tomar hasta el final. Los regalos se compran en la entrada (lo más popular son las colchas y frazadas, aunque también hay juegos de cocina y hasta se puede regalar pelelas) y cada invitado llega acompañado con una cajón de cerveza (Rosa me explicó que esto era por el ayni, la reciprocidad andina).


Cada vez que llega un invitado, los novios y sus padres se ponen en fila y saludan uno por uno mientras se tiran papel picado.

Nos sentamos en una de las mesas de “los Paredes”, la familia de Ovidio, ubicada bien cerca de la mesa de tortas (18 tortas que parecían de mentira) y de la mesa de los novios, que estaba decorada con flores y frutas. Para el brindis, los mozos repartieron unas copas de lo que resultó ser Sprite (remember nou alcohol) con los bordes bañados con coco y una cereza en su interior, junto a una especie de masita.

Acto seguido se anunció la entrega de regalos y se armó una larga fila. Alguno pensará que soy exagerado, pero la fila de los regalos terminó durando una hora y cuarto. Cada regalo era acompañado con papel picado y la familia de Ovidio se terminó colando al comienzo de lo que llamaban la “regalada”. Como agradecimiento, los novios entregaban una botellita de Coca-Cola (si bien en otra fiesta habría sido una cerveza) y, una bolsa con esos chicitos dulces de colores y golosinas.

Me tocó sentarme entre Rosa y el tío de Ovidio, un hombre aymara de unos 68 años, llamado Porfirio Paredes y nacido en Charaña (casi al límite con Chile). Deseoso de charlar, comencé a hacerle preguntas. Al comienzo, el “tío” resultó ser bien parco, supuse por la diferencia cultural y de edad. A veces habían silencios largos hasta que le terminamos agarrando la vuelta: su tema de interés era la defensa de la comunidad aymara y terminó sacando un discurso bien nacionalista. Me dijo algo que ya le había escuchado a un mallku (líder indígena escogido por la comunidad) de la Confederación Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyo (CONAMAQ): los españoles y luego los criollos dividieron a los pueblos en límites que luego se convertirían en los actuales Estado Nación. El objetivo de la comunidad es recrear la antigua nación aymara existente en Argentina, Chile, Perú y Bolivia rompiendo incluso los límites actuales. Porfirio Paredes me comentó que vivía en El Alto, pero tenía su campo con sus "varias llamitas" (entendí que eran fácilmente más de 200) en Charaña y viajaba seguido para allá. Me explicó que las comidas del Altiplano como el chuño y el charqui eran la base de la fortaleza de los campesinos de la altura y me contó de su pasado como alcalde de Charaña. Mientras tanto, el “tío” me ofrecía chicitos de colores y me servía jugo Tampico.

En un bache, Ovidio me presentó a su primo, Marco Antonio Paredes, de la comunidad cercana de Viacha, explicando que a él le interesaba mucho la política. Marco Antonio era un artesano de instrumentos andinos, bien mestizado, que viajaba trabajando por otros países y quería ingresar a Argentina. Lo terminé entrevistando y me dio la mirada de un ciudadano que apoyaba al “proceso de cambio” conducido por Evo Morales.

Paralelamente se armó la primera tanda de baile: la familia había contratado un grupo de música popular llamado “Capricornio” (a cada rato el grito era: “CA-PRI-COR-NIO”) lo que, sumado a la cantidad de gente invitada daba muestras de cierto status social. Con el baile, aparecieron las primeras cervezas lo cual enojó a Max Paredes, el papá de Ovidio y capac mallku de toda la comunidad aymara (un dirigente de gran prestigio social). El señor amenazaba con irse y Ovidio debió mediar. Mientras tanto, las hijas de Ovidio descubrieron que mi celular tenía camarita y durante varios minutos se volvió una atracción.



Tras el baile llegó la comida, lo cual esperaba con ansias: repartieron unas viandas de pollo con “su jugo”, papas y chuño. El chuño es una papa que se deja a la intemperie durante las noches de invierno para que se “cueza” con la helada (confieso mi debilidad con la conjugación del verbo “cocer”) y luego se la deja secar al sol (“Así toma las vitaminas del sol”, me explicó Porfirio, si bien dudo que sea así). Termina siendo una papa más chiquita y negra, que en el interior está medio cruda. Por suerte, me tocó pata. Mi suerte terminó siendo mayor cuando no dieron cubiertos y debimos comer con la mano: la forma de la pata permite comerla con una sola mano. La comida estaba bien rica y una vez chupados todos mis dedos “enjugados” llegaron las servilletas.

Los familiares de nuestra mesa comenzaron a irse llegadas las 22.00. Yo me quería quedar un poquito más. Al rato, Ovidio y Rosa partieron a dejar a las wawas (a sus hijas) para que duerman y luego volverían. Me quedé solo por elección propia para no perderme detalles.

La banda volvió a tocar y ante algunos temas conocidos mis pies se empezaron a mover esperando ansioso alguna invitación para sumarme al baile. La invitación no llegó, pero sí llegó la prima de Ovidio quien, tras instrucciones de su mamá, la esposa de Porfirio, me terminó invitando una cerveza y sacando a bailar. Mabel invitó cerveza a otros chicos que se sumaron y terminé bailando en un grupito.



Poco a poco algunos bolivianos se fueron acercando para compartir sus cervezas. Botella en mano, se servían en un vasito de plástico y decir que “no” significaba ser descortés (o al menos eso imaginé para mi conveniencia). Copiando a mi alrededor, cada vez que me tocaba tomar dejaba el “culito” de cerveza del vaso y lo tiraba al piso. El suelo era un gran charco de “culitos” de cerveza tirados. Empezaron a aparecer los primeros borrachos y uno se acercó invitándome cerveza varias veces. Pasada media hora de baile, Ovidio llegó con Rosa y, para mi sorpresa dada su seriedad, no sólo se sumo, sino que también abrió dos cervezas. Fui a buscar otro vaso (uno sólo no alcanzaba siendo cuatro) y Ovidio me dio una gran lección: la costumbre es usar sólo un vaso, se sirve a cada uno del grupo en ronda y finalmente a uno mismo; siempre que uno toma debe decir “salud” al resto. Me tocó la botella y serví en círculo entre los cuatro. A mi turno dije “salud” y volví a tirar el culito al piso. El tener cerveza no quitaba que otros se acercaran a invitarnos más.

Bailamos cumbia y clásicos. Más tarde llegó la “morenada” (una danza boliviana) y una cholita de unos 60 años me sacó a bailar cantándome algunas partes de la canción. “Tienes una fan”, me dijo Ovidio. Tras la cumbia, del otro lado apareció otra banda que tocaba “cuecas” bolivianas: eran los “Pukara”, la segunda mejor banda de Bolivia en ese genero.

Bailamos bastante, la prima de Ovidio comenzó a sufrir el alcohol y tuvo una charla con lágrimas con “el Ovi”, por lo cual me aparté. Tiraron el ramo, saqué una cinta (me tocó un osito) y finalmente comimos torta. Los “Pukara” terminaron de tocar y no hubo más cerveza.

Pensé que había terminado lo mejor.

Ovidio y Rosa con los novios. Pensé que con el fin de la fiesta había pasado lo mejor, pero aún faltaría una anécdota más.
Salimos y llovía a cántaros. Llevamos a Porfirio y su familia a su casa. Ovidio, de cebado, paró en una licorería (negocio de venta de alcohol) para comprar una botella de vodka con jugo. Camino a casa, Ovidio me dijo si quería continuar tomando y si bien quería irme a dormir, para no ser descortés le dije que dependía de él: me pasó la botella y comencé a servir en un vasito para Ovidio, Rosa y para mí. 

“Está nevando, Damián”, me dijo con alegría mientras manejaba, pero no vi las bolitas blancas. Llegamos a la casa, estacionamos el auto en el garaje y Ovidio me volvió a sorprender: “Nos quedamos acá para no despertar a las wawas”. Nunca me había embriagado con un matrimonio y la experiencia fue rara. La charla comenzó a fluir, pero, para ser sincero, no recuerdo tanto de lo que hablamos. Me preguntó qué pensábamos en Argentina de Tinelli, si era verdad que los llamábamos “bolitas” y por qué (es la segunda vez que me hacen esa pregunta y muero de vergüenza), del potencial de El Alto como turismo para gringos y tantas cosas más.

La charla tomó un vuelco cuando Ovidio habló de su papá. Tras narrar las cosas que su padre le había dejado surgió un relato que caló hondo: el de un padre ausente que era una personalidad importante para su comunidad, pero que no había estado siempre presente para él. Sentado en el asiento del que maneja comenzó a lagrimear. Rosa lo miraba desde el asiento del acompañante como una compañera que ya había escuchado este relato, y conocía ese dolor. El dolor de Ovidio comenzó a tocarme y, bajo los efectos del alcohol, supe que me iba a emocionar. Desde el asiento de atrás le di una palmada fraternal en el brazo y esbocé mi comprensión.

Me acordé de mamá y me di cuenta de que a pesar de pensar que los años me han hecho superarlo, su ausencia aún duele. En una maraña de discurso que bien no recuerdo le dije a Ovidio que tanto él como Rosa eran un ejemplo de padres, que el sacrificio que hacían para cuidar a sus tres hijas era algo muy valorable y que era lo que yo buscaría ser como padre. Entre lágrimas mencioné a mamá, no recuerdo bien, pero en un hilo de comparación alcohólica también hablé de su ausencia. Pedí disculpas por mis lágrimas. Ovidio y Rosa me escucharon emocionados y agradecieron mi relato. Siendo más de las 3 de la mañana pusimos fin al vodka, y agradecí varias veces la invitación al casamiento y la última charla.

Me saqué la ropa mareado, pensando cuánto más me iba a sorprender Bolivia y cuanto más me iba a enamorar de su gente. Me dormí con una sonrisa para despertar ocho horas más tarde con una buena resaca que duraría hasta el atardecer.

Nota: en una charla posterior, Ovidio me dijo que este año retomaría Agronomía (le restan dos años). "Es una de las cosas que le prometí y le debo a mi madre", me dijo. Su mamá falleció hace unos meses. El comentario de Ovidio me hizo a acordar, de lo que creo, es uno de los fines y objetivos de un hijo: hacer feliz y orgullosos a sus padres.

21 enero 2012

Podría vivir en Bolivia

Hace un buen rato no escribo y eso se debe a mis ganas. He recibido muy lindos comentarios respecto a los últimos posts por parte de gente que quiero y, sin dudas, han sido caricias al alma, que a la distancia valen más. 

Sin pensarlo, el blog ha tenido una doble función: a) por un lado, me sirvió para desahogarme en momentos de crisis y “trauma cultural”; b) por otro lado, ha sido un canal de diálogo con mi gente argentina.


Postal del paisaje paceño. Subidas y bajadas se van volviendo algo cotidiano. Ya estamos mejor. Ya sonreímos más.


A exactamente una semana de estar hace un mes en Bolivia, creo que pasé por tres etapas.

1) El desarraigo: tras aterrizar en Santa Cruz, pasé del horno del Oriente al freezer de Occidente. El Alto me recibió con temperaturas menores a diez grados, lluvias constantes, cielos grises, la soledad de la pieza, la altura me hizo vomitar dos veces y mi cabeza comenzaba a latir exactamente todos los días a las 4.00 AM. La precariedad de El Alto fue un choque cultural importante y la comida no me dejaba de dar asco.

2) Un animal de costumbre: aguanté el bajón confiando en esa frase que había escuchado una vez en la calle. Comencé a amigarme con El Alto, mis bajadas diarias a La Paz me acercaban a un ser cultural más cercano al argentino y comencé a desplegar estrategias de alimentación que me permitieran mantener una dieta parecida a la de Argentina. Paralelamente, me visitó mi amigo Francisco que no sólo rompió con mi soledad, sino también me motivo y me potenció.

3) Podría vivir en Bolivia: tras la ida de Francisco comenzó la tercera etapa que consistió no sólo en amigarme con la sociedad alteña, sino también acostumbrarme a sus dinámicas de socialización y cotidianeidad. Fui encontrando soluciones a cada una de las problemáticas que afectaban mi vida diaria.

a) La movilidad: la primera vez que bajé a La Paz, nadie supo decirme bien cómo ir hasta que terminé caminando como ocho cuadras para encontrar un bus (una combi). “Un pijazo si tengo que caminar tanto todos los días. Me voy a mudar a La Paz”, pensé. A la tercera vez logré encontrar micros a cuatro cuadras y ya comprendí rápidamente las lógicas del transporte público: se para en cualquier lado, al no haber timbre uno baja avisándole al chofer y cuando una persona no para de mirarme por mi condición de “gringo” le sonrío o la ignoro. Un rompecabezas fue adivinar por dónde volvía el transporte. La primera vez, viajé hasta La Ceja (la Constitución de El Alto) y caminé 15 cuadras. A la segunda vez, me bajé exactamente donde me lo había tomado a la ida.

b) El frío y la lluvia: me acostumbré a la heladera del ambiente y mi vestimenta diaria se basa en tres prendas y, a veces, también bufanda. Como La Paz está más abajo y es más cálido, mi estrategia es similar a la que uno implementa cuando pasamos de verano a otoño o de invierno a primavera: a la mañana estamos abrigados porque hace frío, a la tarde nos agarra calor y nos sacamos unas capas y para la tarde-noche nos volvemos a abrigar porque volvió el frío. Hago exactamente lo mismo, sólo que a la variable cronológica le sumo la local “mañana + El Alto = frío”; “tarde + La Paz = calor” y “tarde-noche + El Alto = frío”.

c) El agua caliente: a casi un mes de hospedarme aún no me arreglaron la ducha. A esta instancia, tengo una hipótesis “marxista simplona”: en Bolivia, la falta de higiene es una superestructura de las condiciones estructurales de pobreza y precariedad. Me es muy difícil bañarme con agua fría, cuando la temperatura ambiente perfora los diez grados y mi baño es un colador de corrientes de aire frío. So, "corta la bocha". Desde mi llegada a El Alto me bañé tres veces: una en Sorata con agua caliente y dos en El Alto con agua fría. Cambio mis paños menores cada unos (en promedio) tres días y enjuago con jabón mis partes sudorosas día por medio o día a día dependiendo del Índice COACT (Cuanto Olor A Chivo Tengo). El desodorante ha sido un aliado fundamental en mi lucha por mantener mi nivel argentino de civilización.

d) La comida: a mi asco fundamental se sumaba la complicación de comprar los víveres. En El Alto no existe la modalidad “Cada tantas manzanas tenés una carnicería, una panadería y una verdulería o (con el neoliberalismo) un supermercado”. En El Alto hay una feria de anaqueles (pequeños puestitos azules de plástico uno al lado del otro) donde se puede encontrar de todo pero por sección: tenés la cuadra de los embutidos, la cuadra de la carne, la cuadra de las verduras, la cuadra de la ropa, la cuadra de las peluquerías, la cuadra de la tecnología, y así. Las cuadras de las verduras (a veces se repite la diferenciación por producto: la cuadra de las cebollas, de los choclos, etc.) me quedan como a 15 cuadras y, la de los embutidos y huevos a diez. Para mí sería fundamental la de la carne, pero no confío en esas carnes que cuelgan o reposan en mantas sin un solo grado de refrigeración que no sea la temperatura ambiente. Cuando uno compra en el mismo lugar se transforma en “caserito” y su vendedora en “caserita” (no es machismo el usar el género femenino: el 95% de los pequeños comerciantes alteños son mujeres). En el rubro “embutidos”, elegí como “caseritas” a cuatro mujeres con alto grado de mestizaje, que tienen una carnicería (que no vende carnes) en un buen nivel de higiene y con heladeras para las hamburguesas y salchichas. A la segunda vez que fui me saludaron: “Hola caserito”. También tengo una caserita en el rubro “papas”. Sin embargo, mi “caserita de papas” es una mujer de unos 50 ó 60 años, aymara, que me delira en su lengua junto a otras vendedoras de papas. Poco a poco me la voy ganando: la primera vez me dijo que me tenía que conseguir una chica paceña; en la segunda compra, tras bromear con sus amigas en aymara, le dije: “No se me burle en aymara que soy su caserito”. Las vendedoras de papas rieron. Las demás verduras las compro a pequeñas multivendedoras que me cruzo y se encuentran más cercanas a casa. No recuerdo bien cada lugar así que voy variando. El agua, el jugo y el pan los compro en el kiosko de la esquina. No existen las flautistas ni los miñones ni las figazas ni las milonguitas ni los negritos: sólo hay "marraquetas" (como una flautita de miga pseudo-cruda que caliento) y "redondos". La falta de heladera no deja de ser un problema, pero sigo la teoría de un vendedor: “En El Alto nada se pudre”. Si bien comprobé su falta de empirismo, las cosas aguantan y compro lo que comeré a la brevedad.

e) La soledad: mi primer “amigo” en El Alto fue Damián, mi kioskero. Nos sorprendimos de llamarnos igual porque Damián no es un nombre común en Bolivia y esa similitud nos “encariñó”. Es Licenciado en Ciencias de la Educación de la Universidad Indígena de El Alto, masista (seguidor del MAS) y, en mis compras diarias, charlamos de mis entrevistas y hace dos días me empezó a enseñar frase en aymara. Mi segunda instancia de diálogo son mis entrevistados: con un promedio de edad superior a los 40 años, la mayoría me trata con aire paternal y, muchos me preguntaron cómo la pasaba en El Alto y me dieron su contacto “por cualquier cosa”. En tercer lugar, cuento con mis amigos de la canchita que rondan los 16 años: tras ausentarme cuatro días, me cruzaron en el “inter” y me dijeron que estaba “desaparecido”. Aún no sé bien cómo congeniar: si ser un chico más de 16 años, si ser el amigo mayor que les aconseja que estudien y se porten bien, si ser el tío gamba que los invita a una cerveza (no toman ni salen a bailar y el alcohol en El Alto es un problema) o si sólo ser “un cumpa de fútbol” y nada más. En la cuarta posición están mis intermediaciones diarias: el chofer del micro, mi acompañante de asiento, los vendedores, los funcionarios públicos, los mozos y, a veces, comparto mesa cuando no hay más lugar. Finalmente, mis vecinos son bien cerrados, pero tengo un vecinito de 5 años que es genial, se llama Joel y cada vez que llega a la noche con su mamá, charlamos un ratito.

Creo que ésas son las cinco categorías de mi etapa “Podría vivir en Bolivia”. El 26 ó (más probablemente) el 27 salgo para Santa Cruz para intentar entender cómo el movimiento indígena-campesino construye hegemonía en una zona hostil como lo es el centro de la Medialuna del Oriente, mayoritariamente “camba” (“blanco”, en aymara). Supongo ésa será la etapa “Camba” para luego volver una semana después y comenzar la segunda instancia de mi trabajo de campo en La Paz del 6 al 23 de febrero. 

Finalmente, el 24 de febrero se iniciará la etapa “Princesa”.

Irrelevante nota final: el título es simplemente "provocador", como hijo de una familia de clase media del sur bonaerense (cuando no una clase media-baja) no podría vivir en otro lugar que no sea la Argentina. Mi lugar está allá y tampoco podría vivir lejos de la gente que quiero. Llamé a la etapa “Podría vivir en Bolivia” para plasmar o transmitir el cariño que le he tomado a este pueblo que “respira lucha”; a esta gente que transpira humildad y “comunitarismo”; y a esta “plurinación” que tras 500 años de dominación, saqueo y explotación, con sus quilombos organizacionales y una crisis de su fuerza hegemónica, le pone el lomo para transformar su situación y dejarle a sus hijos un país mejor.

12 enero 2012

La pelota no dobla

Hoy jugué al fútbol. Quienes me conocen sabrán que fui feliz.

“Acordate: ésta es la Calle 10 y esa es Isaac Arias. Estamos a media cuadra de la Cancha Maracaná”. Desde que Ovidio me dio las directivas principales para ubicarme en el barrio alteño de Villa Dolores supe que esa canchita iba a ser un recurso para hacer sociales, como hizo el Evo recién llegado al Chapare desde Oruro.

A los cuatro años comencé a jugar al fútbol en una categoría más grande del club del barrio. Mis papás me contaron que a esa edad comencé a patear todos los muebles y, que la pelota y el club fueron el destino elegido para calmar mi manía. Era tan chico que en la víspera de mi primer partido de fútbol tuvo que entrar mi papá al vestuario: no me dejaba sacar los pantalones para ponerme los pantaloncitos del equipo. Lo que comenzó como un hobbie de chico, se terminó transformando en un placer y, luego, en adicción. Al principio jugaba sólo los domingos con la categoría ’85 (cuyo rango de edad era alrededor de cinco años). Cuando comenzó a jugar mi categoría, la ’86, jugaba dos partidos seguidos con ambos equipos. Más tarde pasamos a jugar a los sábados. Me destacaba, era bueno y todos decían que tenía futuro.

Cerca de los 10 años pasé a la cancha de 11. Para esa época ya jugaba los dos partidos de "baby" el sábado y el domingo el partido de cancha de 11. Al principio era uno de los buenos, pero pasando a otros clubes mejores, me terminé convirtiendo en uno más. Así fue hasta los 18 años cuando me dejaron libre y mi viejo me dijo: “Empezá a laburar”. Ser jugador de fútbol fue mi primera gran frustración. Me costó mucho dejar de entrenar todos los días y prepararme los fines de semana para los partidos. Viajar con el micro, la rutina del vestuario y correr tras la pelota fueron parte de mi vida durante más de una década. Los fines de semana post “colgar los botines” se volvieron vacíos y la pelota me acompañaba en los sueños. De hecho, hace unos varios meses soñé que volvía jugar.

Historia al margen, sabía que la canchita me iba a ayudar a socializar y esperé ansioso ese encuentro.

Sabiendo que la altura provee menos oxígeno, debía primero acostumbrar mi cuerpo a El Alto. El segundo factor que me limitaba era la ducha: transpiración de fútbol es sinónimo de baño. Este último factor no se dio: Ovidio aún no me arregló la ducha. Sin embargo, no podía esperar más y el día estuvo brillante para pelotear.

A las 16.45 puse fin a la desgrabación de la charla con Iván Iporre y me fui a cambiar. A falta de “cortos” (pantalones de fútbol) me puse una bermuda que remarcaba aún más mi condición de “gringo” (sería igual de ridículo usarla en Argentina). Ni bien salí dos chicos corrían haciendo paredes por la calle con la pelota. Llegando a la canchita les pregunté si podía jugar y me dijeron que dependía de los que estaban jugando desde antes (había otros ya en "El Maracaná"). Entramos y nos dijeron que sí. Dividimos los equipos: cuatro por lado. Me pidieron que eligiera, pero abrí el paraguas: “Soy más o menos. Encima la altura me va a matar. Pónganme con uno que sea bueno”. Me tocó con Jesús, Sebastián y Hugo (en orden de calidad de juego). Mis compañeros y rivales rondaban los 16 años, si bien parecían un poquito más.

El comienzo del partido marcó las dos facetas de complementariedad del país andino. Su costado “comunitario-originario” permitía que se jugaran dos partidos a la vez en la misma cancha (nosotros con una pelota amarilla y violeta -la que elegía mi cuñadito Rolfi para jugar al PES- y otro con pelota blanca) y más tarde se sumaría un tercero con pelota roja. Por el otro lado, su costado “capitalista-occidental”. “¿Jugamos amistoso?”, preguntó un rival con la camiseta de Bolivia. Me explicaron que “no-amistoso” implicaba jugar por plata y contesté que no, recordando que cada vez que pasábamos por una potrero mi viejo contaba que se juega por plata y siempre termina en quilombo.

El otro equipo era mejor. El de camiseta boliviana se llamaba Giovanni y era crack. En la primera que me enfrentó me tiró unas cuantas bicicletas y me pasó. Comencé bien, pero al primer esfuerzo, el aire faltó. Hace rato que juego intermitentemente (cada dos meses o más) y siempre me ahogo, pero esta vez la falta de aire comenzó a los cinco minutos. Respiraba sólo por la boca y el aire frío me quemaba en el pecho. Para colmo, sentía mis movimientos más torpes, lo cual supuse debía darse por la menor presión atmosférica (ojo que tal vez es excusa y tiro fruta). Me di cuenta que mi fortaleza estaba en la defensa y en la disciplina aprendida durante los años de fútbol: mi juego pasó por quitar y tocársela a Jesús.

Sabía que mi actuación valía mucho, la lógica del fútbol es bien burguesa-occidental: meritocrática y excluyente. Si mariconeaba con el aire o jugaba mal no iba a ser aceptado. Giovanni la continuó rompiendo y buscó varias veces tirarme un caño (mi condición de chueco y mi marca a piernas abiertas para cortar el pase llaman al “túnel”), pero no lo logró. Le corté unos cuantos mano-a-mano hasta que estando en el arco me bailó provocando la risa de varios. Jesús me dijo algo. No le entendí, pero supuse que me decía que a la próxima le diera guadaña. En el medio del juego, un chiquito de menos de 10 años que jugaba en el otro partido, parecido al “Chino” Luna, me dijo algo y escuché algunas risas. En otro momento se acercó un chico con una pelota de básquet y dialogó con Jesús. Deduje que negociaban por la cancha, la cual también permite jugar al “balón-mano”, pero al rato entró en lugar de Hugo. No existió negociación, el otro chico era sordo-mudo y estaban hablando para que entrara. Nunca había jugado al fútbol con un sordo-mudo.

El otro partido terminó y al ratito volvió el “Chinito Luna”.


- ¿Me perdonas por lo que te dije? - me preguntó.

- No sé qué me dijiste - le respondí sin quitar la vista de la pelota que la tenía Jesús

- “Que eras bien blanquecito” - largó con cara de pícaro


Llegamos al 7-5 a favor de ellos y cortamos. Quería jugar más, pero otra vez deduje mal. Otros chicos nos habían desafiado por “un quibo” (o algo así) y la cancha. El “quibo” significaba $BO 0,5. “No es nada", pensé y además teníamos a Giovanni que era crack. No podíamos perder. Jesús y Sebastián salieron, y quedé en el equipo de los cinco con Giovanni, Jefferson, el chico sordomudo que no supe su nombre (más tarde “Pablito” entraría en su lugar) y Brian al arco, que terminó atajando varias pelotas.

Los primeros diez minutos fueron duros. Comprendí que esos 0,5 bolivianos valían mucho, pero importaban más aún el prestigio y el orgullo de no perder en la canchita del barrio. Giovanni no pasaba tan fácil como antes y los otros jugaban. Me di cuenta de que era más alto que el resto y mi condición de ex “5 guerrero” (a lo Matías Almeyda) me tenía que dar una ventaja. Trabé varias veces y metí el cuerpo recordando antiguas marcas, hasta que al más grandote del otro equipo mucho no le gustó. La pelota se fue contra el alambrado, quedé de espaldas al grandote y me tocó de atrás. Hice lo que hacemos en Argentina: grité “Eh” y dando un saltito caí de espaldas. “Tranquilo, tranquilo”, se escuchó. Me levanté y le fui a dar la mano: no quería hacer debutar la Asistencia al Viajero.

Alrededor de la cancha había varias personas mirando. El partido atraía no sólo a chicos que estaban de vacaciones y encuentran en la cancha el punto para estar con otros y pasar los días, sino también a mayores que volvían del trabajo y miraban desde afuera. Si bien la atracción era Giovanni, sabía que mi “gringuitud” no pasaba desapercibida.

El partido siguió trabado hasta que de repente recibí en el círculo central de Giovanni y le pegué cruzado. Había muchos en el medio, la pelota pasó y cuando el arquero la vio ya era tarde: la "número cinco" entró al lado de su palo derecho (recuerden que es una cancha de babi por lo cual un gol desde el medio campo no tiene ningún mérito). Les di las manos a todos como en Argentina (si bien parece que acá no se estila) y ese gol abrió el partido. Giovanni siguió siendo crack, Jefferson acompañaba bien, así que aposté a ser el patrón de la defensa. De arriba ganaba porque era más alto y 15 años como “cinco tapón” me dieron un bagaje de cómo defender. Mi estilo no cambió: robaba y lo buscaba a Giovanni, como todo Boca busca a Riquelme. Cada tanto quería salir y pisarla un poco, pero, debo admitirlo, la pisada ya no funciona como antes y mis pulmones no se llevan tan bien con el aire como antes.

Ganamos 8-0 y terminó el partido (cuatro goles por cancha marcaba la regla). Esperamos en el medio, mientras el otro equipo revolvía los bolsos. El grandote, que era el líder, se hizo el boludo y el arquero vino directo hacia mí: no sé si por gringo o porque a la larga era el más grande. Me dio las monedas con actitud de humillación (el fútbol es fútbol en todos lados: perder toca el ego, y perder una apuesta en el barrio hiere el orgullo), le di la mano y le dije “bien jugado” para acompañar su orgullo herido, si bien el 8-0 marcaba baile.

Respetando la “autoridad futbolera” le di las monedas a Giovanni para que las repartiera entre “sus” jugadores. En una acto de demagogia, negué mi parte y fuimos a descansar. Los chicos compraron mini-sachets de yogurt bebible que se chupan como el “Naranjú” de la infancia y, en un segundo acto de demagogia, compré una Coca-Cola para el equipo.

Nos sentamos en el cordón y hablamos lo que la diferencia cultural y la vergüenza no nos había permitido hablar antes: me preguntaron de dónde era y qué hacía, la edad y hasta cuándo me quedaba, hablamos del servicio militar (acá aún perdura y en dos años ellos tendrán que hacerlo), de fútbol, de la escuela, de Argentina (sabían que la noche anterior había hecho una sensación térmica de 40°C lo cual habla de la omnipresencia mediática de nuestro país en Latinoamérica) e intercambiamos los clásicos “cómo se dice” en cada país: “cheto”, “culo”, “canchero”, “cachos”, “bancar” y “chocos” fueron algunos de los términos enseñados y aprendidos. Ahora que pienso no les enseñé el verbo que encanta afuera: “chamuyar”.

Nos pasamos a la cancha de 11 y, tras varios pases, Giovanni tiró “que alguien la quite”. Les dije que a eso lo llamábamos “loco” e intenté hacerlo funcionar a dos toques. Reinó la indisciplina y terminamos “loqueando” hasta que mis ojos ya no veían más en la oscuridad. Me despedí y así terminó la jornada. “Todos los días a las 4”, me dijeron. Agradecí la invitación a jugar y me dispuse a caminar hasta el kiosco para comprar víveres.

Mi piel está saladita, no hay ducha caliente (ni ducha fría, por supuesto) y tengo sonrisa post-fútbol.

Soy feliz.

11 enero 2012

El elemento dinámico


El mediodía de El Alto sonríe. Sus nubes blancas contrastan con el cielo celeste clarito y, estoy seguro, me invita a que haga mi debut futbolístico en la altura. Sin embargo, el cielo alteño ayer lloró.

En "Hacia una dinámica del desarrollo latinoamericano", el economista argentino Raúl Prebisch subraya la importancia de la educación como promotora de los “elementos dinámicos” que impulsan la economía e imprimen su sello característico a cada generación. Mi primera etapa en el Estado Plurinacional de Bolivia tuvo mi elemento dinámico y fue “Mi amigo Fran” (como probablemente debería haberse titulado este post).


Basílica de San Francisco: fuimos compañeros en FLACSO pero es como un hermano mayor. Algo así como El Principito y el Aviador

Ya días antes de su llegada, cuando la altura pegaba duro, el frío calaba los huesos y la comida asqueaba, me había puesto su arrival como meta a alcanzar. En mis monólogos mentales me reía solo de sus (seguros) graciosos comentarios ante mi situación de precariedad. Efectivamente, Francisco no sólo ayudó con esos comentarios, sino que me motivó en varios sentidos.

Ya no recuerdo cómo nos hicimos amigos durante las clases de Romero junto con la amiga Bull (presente a la distancia y en vísperas de su beca a España), pero ya no importa. Francisco es uno de esos buenos tipos que le hace bien al mundo. Con una década más que yo, abogado, profesor de la Universidad y laburante en el Poder Judicial, es una gran persona que, pudiendo dedicarse a las tantas ramas del derecho, eligió la que yo considero más noble: ayudar a los que menos tienen. Desde la Defensoría del Pueblo primero y desde la fiscalía ahora, Francisco pone el cuerpo y el cerebro ayudando a gente en condición de calle, personas pobres, madres que necesitan el peso, desempleados y otras cosas más que no sé. Si bien su auto-explicación sociológica lo lleva a argumentar que hace el bien en busca de prestigio, aunque no lo quiera admitir, es una buena persona.

Según mi estadística mental, Francisco es una de los tres laburantes del Poder Judicial que visitará este verano la región andina de Bolivia. Su viaje no fue meramente turístico: buscaba en Bolivia alguna pista que lo guíe para su tesis sobre la filosofía andina y su raigambre en el derecho de la naturaleza.

A él no le costó acostumbrarse a El Alto, el frío, la altura, el agua fría, la lluvia y la cama vencida. Por mi parte, como “buen anfitrión” lo acompañé a conocer los puntos turísticos (como a un amigo extranjero que visitara Buenos Aires). No recuerdo bien el itinerario, pero sus seis días parecieron mucho: visitamos La Paz, el paseo de Brujas, la iglesia de San Francisco, Pasaje Jaén, una extensa recorrida por Miraflores y Sopocachi, su ansiado Tiwanaku, el Valle de la Luna y el fin de semana visitamos Sorata.

Si bien en mi rol turístico, al principio sentía culpa por el tiempo dedicado al paseo en lugar de a mi trabajo de tesis, las extensas charlas me ayudaron a sedimentar lo leído durante meses, a evolucionar y complejizar algunos conceptos, y a reinterpretar y descubrir temas descartados. Francisco me aportó miradas de la sociedad, sus lecturas sobre la cosmovisión andina y consejos para el trabajo de campo. De yapa, entrevisté al Intendente de Sorata, al Alcalde de Tiwanaku y al Director de Cultura de Tiwanaku.

Por otro lado, puso un quiebre a mi solitaria rutina y a mis monólogos mentales que por momentos pensaba que me podrían llevar a una especia de locura (sé que parece exagerado, pero ni siquiera intentándolo se puede estar la mitad de un día callado). Su estadía fue la segunda etapa de mi viaje: coincidió con mi repunte, me motivó y me potenció. Significó la personificación del aguante virtual.

Fran se fue ayer rumbo a Potosí, como paso intermedio a su querida Salta. Nos despedimos a la tarde con unas cervezas Paceñas en la Plaza Murillo, de cara a la Catedral y con El Alto de fondo. Me acompañó a la parada del 3 que me llevaba a El Alto, mientras él luego mataría el tiempo hasta su partida. La hicimos corta, como machos. Nos abrazamos, le agradecí su visita, le dije que lo quería mucho y que me ponía triste su partida, como no-tan-machos. 

Me respondió que lo sabía y me alentó con mi estadía. Desde el micro vi cómo subía hacia Plaza Murillo.

Gracias, amigo, por la visita.

03 enero 2012

Dando vuelta la tortilla...

En un primer momento pensé titular esta nota como “Mi mejor día en Bolivia”, pero, confiado en que los buenos días continuarán, vamos a marcarlo como un día de cambio.

La historia comienza ayer. Tras una entrevista suspendida para la cual me había levantado temprano e higienizado con agua fría (como corresponde), fue un día gramsciano. Le di duro al marco teórico y por la tarde fui de paseo a la feria de El Alto. Compré servilletas de papel a montones, mermelada de durazno para las galletitas del desayuno y la merienda, y unas medias de fútbol que me acompañarán en los días en que me quede solo en mi pieza fría, y esperarán ansiosas mi debut en la canchita “Maracaná” que queda media a cuadra. Lo más positivo de la recorrida fue mi estómago: ninguno de los olores a comida frita me generó náuseas como el primer día que tuve que correr a la alcantarilla más cercana.

Llegado a casa, me dispuse a cumplir con mi mayor expectativa del día: comer la carne que esperaba hace casi una semana en la heladera de Ovidio. Se la pedí a Rosa y la dejé descongelando. Que se entienda: soy un gran carnívoro, pero la carne acá es un tanto diferente, desde su sabor hasta el modo en que la venden (si bien no tiene punto de comparación con aquella venta ambulante que vi en 2008 en Potosí, donde la carne esperaba  a ser vendida en baldes o mantas). Mi rechazo a comer esta carne comenzó el mismo día de la venta. “Ahora, antes de comerla, la vas a tener que lavar”, me explicó Rosa. ¿Lavar? ¿La carne? Nunca lo hice en Argentina. ¿Qué carajo tiene la carne acá que hay que lavarla?

Llegó el momento de la cena y la preparación. Saqué la carne de la bolsa que emanaba un olor diferente al de la nuestra y me dispuse a lavarla. “Tenés que comer carne. Necesitás proteínas”, pensaba mientras lavaba ese pedazo de costilla maloliente y separaba la grasa. La coloqué en el agua caliente ordenándole: “Tengo que comer carne, así que tenés que ser rica”. Esperé una hora y probé: el olor del caldo no era un buen augurio, la carne era dura, rabiosa y daba señales de cruda. “Esperemos un ratito más”, pensé. 15 minutos más tarde el aspecto no cambió, y no creí que fuera a cambiar. “Rico, rico, rico”, me dije emulando a Homero con Maggie. La carne no sabía bien. Probé algo más, pero abandoné. 

Fastidioso, me fui a dormir.


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El día de hoy amaneció lindo, pero la mejor noticia estuvo en mi cabeza: no tuve dolores nocturnos. Me levanté lento, tal cual me condiciona el frío alteño. Salí tarde para mi encuentro con Iván Iporre, Director de la Escuela de Gestión Pública Plurinacional y antigua mano derecha de Evo Morales (durante los primeros meses como Presidente, lo cuidó de cualquier intento de magnicidio), y, respetando las reglas de encuentro, lo llamé informando mi demora. “No hay problema hermano, yo todavía estoy llegando”. 

Llegué tarde e Iván estaba reunido. Esperé un rato, mientras la charla con la secretaria me fue dando información que me serviría más tarde. Iván salió de su entrevista y me reconoció (supuse por mi pinta de gringo). “Hola hermano, ¿me esperas?”, me saludó acompañado del medio-abrazo boliviano que no pude emular. Esperé una segunda entrevista y me recibió en su despacho.

Iván fue extremadamente cordial: me trató como a un experto y antes de empezar la charla pidió un grabador.”Esto me ayuda a pensar a mí y quiero grabarlo”, me dijo alimentando mi orgullo. Comenzamos hablando de la Escuela, de los funcionarios (todo acompañado de una explicación en papel) y cortamos 45 más tarde. Cuando pensaba que el tiempo había sido poco, me dijo: “¿Nos juntamos de nuevo a las 15.00 y seguimos?”. Salí de la escuela contento: una doble entrevista en mi primera vez. Di una vuelta y me fui a comer la carne que no había comido el día anterior: una hamburguesa completa con papas fritas por $BO 14. Maté el tiempo cambiando pesos argentinos por bolivianos, me tomé una mini-coca cola por $BO 1 (es de 190 ml y, la condición es tomarla en el lugar, parado en la calle y devolver el envase), compré pan y dos diarios mensuales para empaparme de la “realidad” boliviana: el Le Monde Diplomatique informaba sobre las elecciones de jueces (algo que rompe con toda naturaleza liberal-occidental) y el balance de 2011 de un diario “intelectual” que me dio la sensación de opositor.

Volví a encontrarme con Iván y seguimos hablando de la “sociedad política” (la burocracia según la dialéctica gramsciana y uno de los dos componentes del Estado en su teoría política), su transformación, el aparato militar, la hegemonía del movimiento indígena-campesino y la coyuntura actual tras los conflictos por el TIPNIS. La charla fue amena, cordial y, me puse colorado en un momento, al re-explicar un concepto que se me había venido en el momento.

Al finalizar la charla y como gesto de “buena onda”, Iván me mostró que había releído un libro sobre Gramsci para prepararse para nuestro encuentro y me pidió mi mail. Respondí agradeciendo y pidiendo dos cosas: el contacto de David Choquehuanca (intelectual aymara del “proceso de cambio” y canciller del Estado Plurinacional de Bolivia) y si me podía ayudar para jugar un partido de fútbol con Evo Morales. Me fui con su compromiso para ambas solicitudes.

De vuelta a casa, pasé por la Vicepresidencia y pregunté por Liliana Rengifo, la persona que le maneja la agenda a Álvaro García Linera. Liliana estaba y me hizo pasar. Me pidió una nota formal y me prometió interceder con el Vicepresidente. De vuelta en El Alto, me pude comunicar con Raúl Prada, intelectual desilusionado y crítico con el proceso, mientras que el académico Frank Poupeau me respondía por mail que nos podíamos ver cuando quisiéramos.

Fue un gran día, pero confío que vendrán mejores.