13 diciembre 2018

La virgencita, el malvón y el mate cocido


"Para que vean que yo también escribo cosas bonitas"
Calle 13 - Un beso de desayuno 

"Cuando se te muere alguien tan cercano, hay una parte tuya que también se va"
Mario Borges - El Marginal


"Hoy los chicos creen que el mate cocido viene en saquito", le dice la señora Clotilde a Daniel, el pollero, mientras este le elige una pata-y-muslo para el guiso de la noche. "En mi época...", comienza a decir la señora, pero ya sé para dónde va la historia. Lo sé porque recuerdo aquellas tardes de verano, en las que el sol se colaba por el toldo de la casa de Lanús, iluminaba al comedor de un tono sepia, y la abuela Neli agarraba dos cucharadas de yerba, las volcaba en una jarrita y la ponía a hervir. A los minutos, mágicamente, el agua se volvía verde y voilà: mate cocido. Lo servía en una taza, caminaba los diez pasos que separaban a la cocina del comedor y sumergía el pan duro.

Esa mezcla de pan duro mojado con yerba hervida me pareció sabrosa durante muchos años hasta que comencé a adoptar el sentido de la vergüenza de los otros y a notar que el trozo de pan se deshacía una y otra vez en el líquido, dejando varias pequeñas balsas de harina flotando. Además, llevar ese pan que se iba degradando desde el trayecto de la taza a la boca era bastante desagradable: con suerte el trocito que se arrojaba al abismo volvía a caer dentro de la taza. Ni hablar si el pan era más grande que la boca y chorreaba alrededor de ella.

Recuerdo también que en aquellas tardes de verano había algo mucho más seductor que el mate cocido y era jugar a la pelota. Mi familia aún vive en un pasaje, el Pasaje Grela, y al tener sólo una cuadra, la geografía nos permitía que prácticamente no pasaran autos. Imagínese: vacaciones de verano, una calle vacía, una pelota y una manada de niños. ¿Hay algún modo de ser más feliz a los 12 años? Entre goles, patadas y botellas de agua fresca, fuimos ganando nuestra propia guerra fría contra los vecinos que estacionaban los autos y las viejas que no quería ruidos a la hora de la siesta. Por supuesto que no todas fueron victorias: una vez la pelota cayó en la casa de Don Luis y al día siguiente apareció en la calle con un tajo. En otra oportunidad, la Gallega rompió una botella de vidrio y tiró los pedacitos frente a la puerta de su casa. Creo que se dio cuenta de que se fue a la mierda porque más adelante cambiaría su estrategia: "¿Por qué no tenés novia? Ya estás grande para andar jugando a la pelota en la calle". No le funcionó porque seguí sin novia y pateando la pelota frente a su casa.

Entre tanto berenjenal, una de las víctimas que también sufrieron la derrota fue la abuela Neli. Junto a los tres árboles de la vereda (de los cuales dos hacían de arco), también había un cactus y un malvón. El cactus se convirtió rápidamente en nuestro enemigo porque nos pinchaba las pelotas. Hasta que un día se llenó de hormigas y papá lo sacrificó. Diferente era el malvón que no molestaba. Al contrario, las lluvias eran más bonitas por el olor a tierra y malvón mojados. Pero, como las rosas y sus espinas frente a un cordero, era indefenso. Pelotazo a pelotazo lo fuimos demoliendo. Éramos chicos; no lo hacíamos a propósito. Simplemente no podíamos apreciar el valor, la belleza y la vida de una planta. Hoy veo una contradicción maravillosa: cada vez que la pelota ingresaba por el ángulo inferior izquierdo de nuestro arco hecho con árboles la planta perdía hojas y flores, al mismo tiempo que el olor a malvón regaba el aire. Es lindo el olor a malvón. Solo hay que tocar las hojas y oler luego la yema de los dedos.

De aquellos veranos en la casa de Lanús, lo que menos me gustaban eran las noches. Era muy miedoso. Especialmente para ir al baño que quedaba lejos. Había que cruzar un patio de invierno. Recuerdo que en aquellas noches, me pasaba en secreto a la cama de la abuela Neli y ella me contaba cuentos interminables hasta quedarme dormido. Tal vez hayan sido las mejores historias de mi vida. Tal vez de allí la incansable insistencia en narrar historias. ¿Quién sabe? A la distancia me sorprende su capacidad de invención nocturna y su amor a su nieto. Sin embargo, no siempre lograba que me durmiera, entonces la abuela Neli ideó un plan. Una técnica anti-miedo. Me regaló sus dos virgencitas de plástico que brillaban en la oscuridad. Eran dos: Nuestra Señora de Lourdes y la Virgen de Fátima. 

"Tomá, te las regalo. Las dos virgencitas tienen un poder secreto y siempre te van a cuidar. Cuando quieras ir al baño, las virgencitas van a estar brillando. Las agarrás y las llevás", me dijo la abuela Neli en secreto, con el tono de quien explica una poción mágica. Le prometí que no le iba a contar ni a mamá ni a papá ni a mi hermano. Ni a nadie: ¿quién no querría estos dos poderosos amuletos?

Falta poco para el verano. Llueve mucho. Un mate cocido caliente acompaña mi escritura. Por la ventana veo a mi malvón recibiendo a las gotas de lluvia kamikazes que se estrellan sobre sus hojas. Estaba radiante con sus flores rojas, pero con la llegada de mi perrita Tania su cuidado pasó a un segundo plano. En lugar de dos virgencitas hay una: Nuestra señora de Lourdes. Cuando mamá murió, pensé que poner la otra virgencita dentro de su cajón era un modo de estar unidos los tres.

Cuando se te muere alguien tan cercano, hay una parte tuya que también se va. Y no sé si vuelve. Creo que se transforma. Desde las muertes de mamá y la abuela Neli, gané una hermana. Su nombre es Laura. Por las noches me acompaña la virgencita que brilla en la oscuridad. Aunque ahora también estoy protegido por mi perrita, que es muy guardiana y ladra ante el menor ruido. Y hace poco me puse de novio. Su nombre es una hermosa casualidad.