21 enero 2012

Podría vivir en Bolivia

Hace un buen rato no escribo y eso se debe a mis ganas. He recibido muy lindos comentarios respecto a los últimos posts por parte de gente que quiero y, sin dudas, han sido caricias al alma, que a la distancia valen más. 

Sin pensarlo, el blog ha tenido una doble función: a) por un lado, me sirvió para desahogarme en momentos de crisis y “trauma cultural”; b) por otro lado, ha sido un canal de diálogo con mi gente argentina.


Postal del paisaje paceño. Subidas y bajadas se van volviendo algo cotidiano. Ya estamos mejor. Ya sonreímos más.


A exactamente una semana de estar hace un mes en Bolivia, creo que pasé por tres etapas.

1) El desarraigo: tras aterrizar en Santa Cruz, pasé del horno del Oriente al freezer de Occidente. El Alto me recibió con temperaturas menores a diez grados, lluvias constantes, cielos grises, la soledad de la pieza, la altura me hizo vomitar dos veces y mi cabeza comenzaba a latir exactamente todos los días a las 4.00 AM. La precariedad de El Alto fue un choque cultural importante y la comida no me dejaba de dar asco.

2) Un animal de costumbre: aguanté el bajón confiando en esa frase que había escuchado una vez en la calle. Comencé a amigarme con El Alto, mis bajadas diarias a La Paz me acercaban a un ser cultural más cercano al argentino y comencé a desplegar estrategias de alimentación que me permitieran mantener una dieta parecida a la de Argentina. Paralelamente, me visitó mi amigo Francisco que no sólo rompió con mi soledad, sino también me motivo y me potenció.

3) Podría vivir en Bolivia: tras la ida de Francisco comenzó la tercera etapa que consistió no sólo en amigarme con la sociedad alteña, sino también acostumbrarme a sus dinámicas de socialización y cotidianeidad. Fui encontrando soluciones a cada una de las problemáticas que afectaban mi vida diaria.

a) La movilidad: la primera vez que bajé a La Paz, nadie supo decirme bien cómo ir hasta que terminé caminando como ocho cuadras para encontrar un bus (una combi). “Un pijazo si tengo que caminar tanto todos los días. Me voy a mudar a La Paz”, pensé. A la tercera vez logré encontrar micros a cuatro cuadras y ya comprendí rápidamente las lógicas del transporte público: se para en cualquier lado, al no haber timbre uno baja avisándole al chofer y cuando una persona no para de mirarme por mi condición de “gringo” le sonrío o la ignoro. Un rompecabezas fue adivinar por dónde volvía el transporte. La primera vez, viajé hasta La Ceja (la Constitución de El Alto) y caminé 15 cuadras. A la segunda vez, me bajé exactamente donde me lo había tomado a la ida.

b) El frío y la lluvia: me acostumbré a la heladera del ambiente y mi vestimenta diaria se basa en tres prendas y, a veces, también bufanda. Como La Paz está más abajo y es más cálido, mi estrategia es similar a la que uno implementa cuando pasamos de verano a otoño o de invierno a primavera: a la mañana estamos abrigados porque hace frío, a la tarde nos agarra calor y nos sacamos unas capas y para la tarde-noche nos volvemos a abrigar porque volvió el frío. Hago exactamente lo mismo, sólo que a la variable cronológica le sumo la local “mañana + El Alto = frío”; “tarde + La Paz = calor” y “tarde-noche + El Alto = frío”.

c) El agua caliente: a casi un mes de hospedarme aún no me arreglaron la ducha. A esta instancia, tengo una hipótesis “marxista simplona”: en Bolivia, la falta de higiene es una superestructura de las condiciones estructurales de pobreza y precariedad. Me es muy difícil bañarme con agua fría, cuando la temperatura ambiente perfora los diez grados y mi baño es un colador de corrientes de aire frío. So, "corta la bocha". Desde mi llegada a El Alto me bañé tres veces: una en Sorata con agua caliente y dos en El Alto con agua fría. Cambio mis paños menores cada unos (en promedio) tres días y enjuago con jabón mis partes sudorosas día por medio o día a día dependiendo del Índice COACT (Cuanto Olor A Chivo Tengo). El desodorante ha sido un aliado fundamental en mi lucha por mantener mi nivel argentino de civilización.

d) La comida: a mi asco fundamental se sumaba la complicación de comprar los víveres. En El Alto no existe la modalidad “Cada tantas manzanas tenés una carnicería, una panadería y una verdulería o (con el neoliberalismo) un supermercado”. En El Alto hay una feria de anaqueles (pequeños puestitos azules de plástico uno al lado del otro) donde se puede encontrar de todo pero por sección: tenés la cuadra de los embutidos, la cuadra de la carne, la cuadra de las verduras, la cuadra de la ropa, la cuadra de las peluquerías, la cuadra de la tecnología, y así. Las cuadras de las verduras (a veces se repite la diferenciación por producto: la cuadra de las cebollas, de los choclos, etc.) me quedan como a 15 cuadras y, la de los embutidos y huevos a diez. Para mí sería fundamental la de la carne, pero no confío en esas carnes que cuelgan o reposan en mantas sin un solo grado de refrigeración que no sea la temperatura ambiente. Cuando uno compra en el mismo lugar se transforma en “caserito” y su vendedora en “caserita” (no es machismo el usar el género femenino: el 95% de los pequeños comerciantes alteños son mujeres). En el rubro “embutidos”, elegí como “caseritas” a cuatro mujeres con alto grado de mestizaje, que tienen una carnicería (que no vende carnes) en un buen nivel de higiene y con heladeras para las hamburguesas y salchichas. A la segunda vez que fui me saludaron: “Hola caserito”. También tengo una caserita en el rubro “papas”. Sin embargo, mi “caserita de papas” es una mujer de unos 50 ó 60 años, aymara, que me delira en su lengua junto a otras vendedoras de papas. Poco a poco me la voy ganando: la primera vez me dijo que me tenía que conseguir una chica paceña; en la segunda compra, tras bromear con sus amigas en aymara, le dije: “No se me burle en aymara que soy su caserito”. Las vendedoras de papas rieron. Las demás verduras las compro a pequeñas multivendedoras que me cruzo y se encuentran más cercanas a casa. No recuerdo bien cada lugar así que voy variando. El agua, el jugo y el pan los compro en el kiosko de la esquina. No existen las flautistas ni los miñones ni las figazas ni las milonguitas ni los negritos: sólo hay "marraquetas" (como una flautita de miga pseudo-cruda que caliento) y "redondos". La falta de heladera no deja de ser un problema, pero sigo la teoría de un vendedor: “En El Alto nada se pudre”. Si bien comprobé su falta de empirismo, las cosas aguantan y compro lo que comeré a la brevedad.

e) La soledad: mi primer “amigo” en El Alto fue Damián, mi kioskero. Nos sorprendimos de llamarnos igual porque Damián no es un nombre común en Bolivia y esa similitud nos “encariñó”. Es Licenciado en Ciencias de la Educación de la Universidad Indígena de El Alto, masista (seguidor del MAS) y, en mis compras diarias, charlamos de mis entrevistas y hace dos días me empezó a enseñar frase en aymara. Mi segunda instancia de diálogo son mis entrevistados: con un promedio de edad superior a los 40 años, la mayoría me trata con aire paternal y, muchos me preguntaron cómo la pasaba en El Alto y me dieron su contacto “por cualquier cosa”. En tercer lugar, cuento con mis amigos de la canchita que rondan los 16 años: tras ausentarme cuatro días, me cruzaron en el “inter” y me dijeron que estaba “desaparecido”. Aún no sé bien cómo congeniar: si ser un chico más de 16 años, si ser el amigo mayor que les aconseja que estudien y se porten bien, si ser el tío gamba que los invita a una cerveza (no toman ni salen a bailar y el alcohol en El Alto es un problema) o si sólo ser “un cumpa de fútbol” y nada más. En la cuarta posición están mis intermediaciones diarias: el chofer del micro, mi acompañante de asiento, los vendedores, los funcionarios públicos, los mozos y, a veces, comparto mesa cuando no hay más lugar. Finalmente, mis vecinos son bien cerrados, pero tengo un vecinito de 5 años que es genial, se llama Joel y cada vez que llega a la noche con su mamá, charlamos un ratito.

Creo que ésas son las cinco categorías de mi etapa “Podría vivir en Bolivia”. El 26 ó (más probablemente) el 27 salgo para Santa Cruz para intentar entender cómo el movimiento indígena-campesino construye hegemonía en una zona hostil como lo es el centro de la Medialuna del Oriente, mayoritariamente “camba” (“blanco”, en aymara). Supongo ésa será la etapa “Camba” para luego volver una semana después y comenzar la segunda instancia de mi trabajo de campo en La Paz del 6 al 23 de febrero. 

Finalmente, el 24 de febrero se iniciará la etapa “Princesa”.

Irrelevante nota final: el título es simplemente "provocador", como hijo de una familia de clase media del sur bonaerense (cuando no una clase media-baja) no podría vivir en otro lugar que no sea la Argentina. Mi lugar está allá y tampoco podría vivir lejos de la gente que quiero. Llamé a la etapa “Podría vivir en Bolivia” para plasmar o transmitir el cariño que le he tomado a este pueblo que “respira lucha”; a esta gente que transpira humildad y “comunitarismo”; y a esta “plurinación” que tras 500 años de dominación, saqueo y explotación, con sus quilombos organizacionales y una crisis de su fuerza hegemónica, le pone el lomo para transformar su situación y dejarle a sus hijos un país mejor.

4 comentarios:

  1. vicente sucio bañate!! jajaj O pasate mas seguido la Valerina!!! Me alegro que todo mejore dia a dia!!
    Te banco desde aca!! Besotesss

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  2. Hace mucho frío :) Ayer me prestaron otra ducha, así que probablemente empiece a usar esa :)

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  3. Viajar no solo es moverse de un lugar a otro...
    Viajar también es; "viajarse" : viajar en uno mismo.
    Es decir es descubrir ¿donde esta el viaje en mí?. Porque viajando conosco a los demás pero tambien me conosco más a mi mismo es decir, me "viajo" hacia mi interioridad, me descubro, y de alguna manera también es ubicarse ante los otros.
    Buenas experiencias mi amigo, y éxitos en sus propósitos.
    Saludos.

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  4. Tenés toda la razón Carlos. Este "viaje" está siendo un gran aprendizaje y auto-apredizaje personal. Seguramente aprenderé más cosas de mi en los días que restan.

    Un gran saludo amigo!

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