19 abril 2015

¿Cómo se viste un profesor?

A diferencias de los colegas que han cursado un profesorado, los profesionales que nos volcamos a la enseñanza lidiamos continuamente -al menos en nuestros primeros años de docencia- con cómo deberíamos ejercer nuestra profesión. La cualidad reflexiva de la modernidad señalada por el sociólogo alemán Ulrich Beck y su colega británico Anthony Giddens forma parte de nuestra labor diaria: ¿damos bien las clases?, ¿somos claros en nuestras explicaciones?, ¿cuándo y cómo carajo usamos el pizarrón?, ¿cómo relacionamos los contenidos obligatorios con los temas fuera del programa que motivan a los estudiantes?, ¿logramos que nuestros educandos se interesen por la disciplina que enseñamos?

¿Y usted? ¿Sabe quien fue Emiliano Zapata? ¿O qué es el EZLN?

Entre todas estas innumerables preguntas y sucesivas respuestas hubo una que acaparó mi último año de enseñanza: “¿Cómo debe vestirse un educador?”. Tras cuatro años de oficina en una organización alemana, los primeros años como docente solucioné este problema con el uso estricto del traje. Tiene varias ventajas: es fácil de usar porque sólo hay que elegir la camisa -y, si se quiere, la corbata-, se puede repetir sin que el resto perciba que usamos la misma prenda y, last but not least, ampliaba simbólicamente la distancia etaria con mis educandos, algo bastante importante frente a la propia inseguridad de los primeros años de un educador joven. Durante esos años de traje, mi única libertad “etiquetil” fue un pin de wiphala -la bandera de los pueblos originarios- que identifica mi compromiso con las comunidades indígenas.

Con esta pregunta comencé el cuatrimestre y este año quise sacarme la duda intentando responderla empíricamente. A diferencia de otros “primer día de clases”, dejé el traje en la percha y tomé un pantalón marrón claro con bordados indígenas de aguayo y una remera marrón oscuro del Ejército Zapatista de Liberación Nacional que reza: “Somos un ejército de soñadores”. Sumado a unas zapatillas deportivas negras, me dirigí a clases, no sin cierto grado de vergüenza.

Debo decir que la primera respuesta que encontré fue de parte de dos amigos que quiero mucho y me dijeron que no lo haga porque no tenía sentido. Uno dobló la apuesta: “¿Por qué no usás el cinturón multicolor que compraste en México?”. A lo cual respondí que efectivamente lo hacía.

La segunda respuesta vino de mis colegas. Me encontré con miradas de desaprobación -supongo que lo mismo habría hecho yo- y, chistes y risas sobre mi modo de vestir. Ya un mes después de la experiencia otro colega me dijo con tono de broma: “Andrada, vístase como un profesor”.

Debo decir que la primera clase se desarrolló con normalidad, si bien en el curso que tiene más de 70 estudiantes sentí un murmullo al ingresar. “¿Éste es nuestro profesor?”, los imaginé preguntar. En el tercer curso cambié la remera y una estudiante se acercó en el recreo: “Nos dijiste que te gustaba que participaramos en clase así que te pregunto: ¿quién es Zapata?”.

Con ganas de no quedarme con mi interpretación de la comunicación no verbal, pensé conocer mejor la recepción de la clase mediante una encuesta que me permitiera medir los resultados. Me interesaba saber particularmente qué pensaban los chicos de la vestimenta y si esto influía en lo que entienden por calidad de clase. Finalmente no se pudo y tuve que quedarme con mi percepción. Percepción subjetiva, claro.

Pantalón pachamámico. Desde el sur de México a la Argentina.

A la próxima clase concurrí con mi traje habitual, siendo consciente de que contrastaba fuertemente con mi “yo” del primer encuentro. Siguiendo un texto del profesor Carlos Mangone que explica a la comunicación no verbal, pedí a los chicos que me dieran ejemplos. De a poco, los educandos mencionaron la mirada, los gestos, los espacios. “La vestimenta”, arriesgó una. Y me dio el pie: “La vestimenta… Sí, la vestimenta es un modo de comunicación. ¿Qué pasaría si un profesor viene mal vestido a la primera clase y bien vestido a la segunda?”. La respuesta fue la risa de los 70 estudiantes.  Y no pude aguantarme la duda: “¿Qué pensaron cuando me vieron vestido así?”. La misma pregunta se repetiría en los otros cursos.

“Que era un hippie”. “Que tenía poco tiempo y salió vestido con lo que tenía”. Me sorprendió una educanda que explicó que otra profesora le había comentado mi investigación sobre los pueblos indígena-originarios-campesinos del Estado Plurinacional de Bolivia y culminó su respuesta con un “me dieron ganas de ser su amiga”. Por supuesto que la pregunta de los educandos fue por qué lo hice.

La verdad que aún no sé bien qué responder. O sí. Creo que los humanos tenemos un montón de construcciones incorporadas acerca de cómo debería ser la vida. Y nos comportamos a través de esos imaginarios. Los docentes no estamos exentos de estos imaginarios. Y la vestimenta tampoco. La sociedad nos dice cómo debemos vestirnos. Y la sociedad nos dice a los docentes cómo debemos actuar y qué ropas usar. Pero antes que docentes, somos personas. Y si bien es verdad que nos guiamos según normas sociales y culturales, también podemos decidir salir de esa jaula de hierro.

Mi pregunta puntual es: ¿cómo esperan nuestros alumnos que nos vistamos? ¿Importa? ¿Deberíamos responder a sus imaginarios y vestirnos de ese modo? ¿Pensarán que nuestras clases serán mejores o peores por estar vestido de tal o cual forma? Y yendo un poco más allá, ¿por qué no poner en crisis los juicios previos y los sólidos de nuestros estudiantes? Con todo: con su percepción de la vida, dando cuenta del sufrimiento de los otros, con las comodidades y posibilidades que tienen y no ven. De algún modo, esta experiencia buscaba barrer empíricamente los juicios previos. Como valoré que otros hicieran varias veces conmigo.


Concluí la respuesta a los chicos diciendo que en mi caso usaba el traje porque después de seis años lo siento cómodo. Pero que uno es más allá que la vestimenta. Que las clases no serían ni mejores ni peores según cómo iba vestido, sino el tiempo previo que invirtiera preparándolas. Que si alguno tuvo un juicio previo sobre la calidad de la clase por cómo estaba vestido, esperaba barrerlo. Y que si alguno se sintió identificado con la experiencia, que lo llevara a su vida, que no se perdiera de conocer a una persona por su apariencia, que toda persona tiene alguito interesante para compartir. Las almitas sólo necesitan ser escuchadas.

Mientras tanto, seguiré alternando entre el traje y los símbolos pachamámicos, pero sobre todo, continuaré pensando que es obligación de la universidad -y la educación- poner en crisis los prejuicios de nuestros educandos. Como lo han hecho con nosotros.

Por mi parte, continuaré intentando trabajar los míos, claro.

De la carta del Subcomandante Marcos a Eduardo Galeano, a estampa de una remera.

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